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miércoles, 11 de enero de 2017

La Quesera: una historia de impunidad y de memoria en El Salvador


IPS

De no haber pasado nada, quizás estos rostros enmarcados serían tres, no dos. Tres sonrisas infantiles desafiando a un público imaginario. De no haber pasado nada, con toda probabilidad no estaríamos hablando con Salvador Mestizo sobre los recuerdos de una guerra ingrata, sobre su familia rota, sobre escombros y locuras.
Ni nombrándote, Cristabél, niña desaparecida hace tres décadas, memoria obstinada de tu padre, este anciano que hoy me enseña a tus dos hermanas –lindas, en sus fotos de diploma– cuando decide rememorar el horror.
Es un día demasiado caluroso en este cantón del departamento de Usulután, en el sureste salvadoreño. Salvador habla como si pescara memorias en aquel tiempo turbulento: los años que hundieron el país en un interminable conflicto armado.
“Por todo lo que pasó en la guerra existió una amnistía –explica, tamborileando mi rodilla–, pero esa amnistía no fue así no más: fue para encubrir hechos macabros como la muerte de los jesuitas, y de muchas monjas y sacerdotes que mataron”, dice con su piel curtida por una vida pasada entre milpas y frijolares.
Salvador tenía unos 30 años cuando la zona en donde vivía fue invadida por unos tres mil soldados instruidos para violar, asesinar y torturar a la población civil, destruir los caseríos con sus animales y cultivos.
En la matanza participaron, entre otros cuerpos armados, elementos del Batallón Atalcatl, una de las más temibles unidades de élite del ejército salvadoreño entrenada en Estados Unidos. Miles de campesinos de la región baja del río Lempa emprendieron un éxodo forzado para huir del ataque que se hacía cada día más intenso y que duró del 20 hasta el 30 de octubre de 1981.
Años después, aquellos días fueron nombrados por los sobrevivientes como la masacre de La Quesera, del cantón en donde hubo más víctimas, una de las primeras y más grandes a lo largo de la guerra civil que azotó el país desde 1980 hasta 1992.
El ataque militar fue desplegado según la práctica contrainsurgente de “quitarle el agua al pez”: aniquilar por completo los habitantes de zonas en donde existía presencia guerrillera.
Mientras la oligarquía y el Ejército aplaudían la operación como una de las más importantes, los soldados asesinaban entre 350 y 500 civiles, en su mayoría niños. La cifra oscila porque en muchos casos no se pudo dar con los cuerpos.
El duelo, por el contrario, no tiene nada de aproximativo.
En la historia de Salvador Mestizo las violencias de ayer se mezclan con las de hoy en una espiral que parece no dejar tregua. A la sombra de una zorra frondosa, ese árbol de vainitas aplanadas y dulzonas que Salvador reparte entre su escaso ganado.
En esta región del oriente del país también abundan ceibas y conacastes o el carao. Son tierras fértiles, bañadas por las aguas del Lempa, el río que atraviesa casi todo el país.
A lo largo de su vida, Salvador Mestizo ha visto mudar ese río muchas veces; lo ha mirado enflaquecer y engordar de nuevo. Cuando ocurrió la masacre su caudal era todavía abundante.
“En aquel tiempo el Lempa estaba bien lleno –recuerda– se llevaban los niños en los helicópteros y vivitos los tiraban adentro: las hembritas se veían por las falditas de curvas, puras sombrillas…y los varoncitos dicen que se iban de un solo viaje…y ¡pum! ¡Solo chispeaban adentro! Como pa’ que sufriéramos más yo digo…”.
Salvador sobrevivía mientras su familia fracasaba. Para su niña perdida –“la Cristabél: que no hallé ni viva ni muerta”– dice que ya no tiene esperanza. Lo dice casi con culpa, carga la duda perpetua de no saber el paradero de su hija. “Vaya, si todo esto se hubiera castigado, digo yo que se hubiera mejorado porque hubieran tenido miedo los delincuentes y los asesinos. ¡Pero nunca ha habido castigo! Nunca se aseguró que quien le hace algo a una persona luego va a pagar por eso”.
El murmullo de la masacre se eleva
La posibilidad de que sí haya “castigo” ha tomado cuerpo hace unos meses: el pasado 13 de julio la Corte Suprema de Justicia de El Salvador estableció la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía General, aprobada un año después de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, y apenas cinco días después de que la Comisión de la Verdad por El Salvador señalara al Ejercito como responsable del 85 por ciento de violaciones en tiempo de guerra.
La ley se derogó por representar un obstáculo a las obligaciones estatales de prevención, investigación, enjuiciamiento, sanción y reparación de las violaciones cometidas en el conflicto armado.
Ahora, teóricamente, los responsables de aquellos crímenes pueden ser investigados y sentenciados. Casos emblemáticos como el asesinato de monseñor Oscar Romero, la matanza de los seis sacerdotes jesuitas (cinco de estos, españoles) y las dos mujeres que trabajaban en las instalaciones de la Universidad Centroamericana, o la masacre de El Mozote en donde el Ejército mató alrededor de mil civiles, podrían por fin ser esclarecidos.
Sin embargo el resolutivo ha causado reacciones contradictorias: se ha hablado de “error político”, de golpe suave hacia el FMLN (la exguerrilla convertida en el partido Frente Farabundo Martí por la Liberación Nacional en el gobierno desde 2009) y de tentativas de desestabilizar el país.
Además, la decisión permitiría evitar extradiciones hacia tribunales externos -en el caso de los jesuitas se pidió la extradición a España-, dejando toda la responsabilidad en las manos de la justicia salvadoreña, que no ha investigado. Pese a ello la decisión de la Corte podría animar a jueves y activistas para investigar casos no juzgados o que la Comisión de la Verdad ignoró, como la masacre de La Quesera.
La masacre de La Quesera sobrevivió como murmullo. Fue cuando se conmemoró otra grande masacre, la de El Mozote, que el murmullo subió de tono en voz de sobrevivientes: se reunieron para nombrar y recordar, para exigir justicia, se organizaron de forma autónoma y conformaron un comité que lleva el nombre de “Bartiméo”, el ciego bíblico que lo que más anhelaba era recuperar su vista.
Una figura inspiradora para las comunidades de sobrevivientes que escogieron recuperar un sentido decaído: la capacidad de romper con el silencio y el miedo, de tener la fuerza necesaria para afirmar la verdad de los crímenes vividos en carne propia.
El 24 de octubre de 2002, por primera vez, más de doscientos hombres y mujeres marcharon cuesta arriba hacia el lugar que escogieron para recordar y devolver dignidad a sus víctimas: la Loma del Pájaro, una loma céntrica de la zona de la masacre.
Ahí, en los cerros, descansan ahora los restos de cuarenta y cinco víctimas que fueron encontrados en distintas fosas comunes y reinhumados juntos. Un largo mural relata la irrupción de los soldados y de cómo la zona se convirtió en un sembradío de muerte y en un revoltijo de miles de personas que buscaban ponerse a salvo.
Cada 28 de diciembre una pequeña caravana de gente sube hasta la Loma del Pájaro para conmemorar todos los que murieron durante la matanza. Domitila Cruz explica que la fecha decembrina ha sido escogida porque en esta temporada el clima es más clemente.
Árboles y maleza se han apoderado de los viejos caminos, comiéndose los restos de las casas bombardeadas y confundiendo la memoria de quien hace más de treinta años tuvo que improvisar tumbas y luego escapar lejos. Lo que a ojos extraños se presenta como un bosque intrincado, cobra una dimensión insólita al escuchar los relatos de quien aquí había construido su vida, su mundo.
***
Después de huir del operativo militar Domitila Cruz regresó a su aldea, pero lo que pudo rescatar fue mínimo. De la vida anterior a la matanza, lo que ahora todavía guarda es el metate sobre el cual echa sus tortillas. Entonces empezaba la época más sangrienta de una guerra que duraría todavía otros diez años, que se tragaría unas 75 mil vidas y escupiría un país deshilachado.
La tierra arrasada, esa técnica militar de exterminio, todo lo tragaba con voracidad, hasta las piedras.
“Quebraban todo – recuerda Domitila Cruz–: las tejas de las casas para que uno no llegara a vivir, y las piedras de moler también. Las escondíamos porque las quebraban”. Luego remueve con su pie la tierra y explica cómo se debía de tener listos unos profundos hoyos para ocultar las provisiones de granos y protegerlas de los saqueos de los soldados.
Cuando sucedió la masacre tenía unos 25 años, ya se había casado con Fernando Flores y su hija era todavía bastante tierna. Catorce familiares suyos fueron masacrados, para muchos no hubo entierro. Los sobrevivientes huyeron por los montes aguantando hambre y sed.
“Como el garrobo íbamos: sin agua –añade Fernando Flores y su risa se quiebra en un sonido rasposo–. Bien triste, ve, contar eso. Mire –continúa–, mucha gente no quiere acordar aquel tiempo porque usted sabe que las heridas quedan, nunca sanan. Pero yo me recuerdo todo lo que pasó, más del día de la masacre”.
Escollos
Tutela Legal María Julia Hernández, histórica organización salvadoreña para la defensa de los derechos humanos, respaldó a las víctimas de la masacre. Recolectó datos y testimonios y coordinó las exhumaciones con Medicina Legal y el Equipo Argentino de Antropología Forense.
Luego, presentó una querella ante la Fiscalía General de la Republica. Sin embargo, la indolencia marca la investigación: las reuniones con los fiscales son esporádicas y las entrevistas con los sobrevivientes se han llevado a cabo con métodos revictimizantes. Wilfredo Medrano, abogado de Tutela Legal, señala que la fiscalía sólo ha aparentado investigar.
En diciembre 2015, la difusión de documentos del Departamento de Estado de los Estados Unidos -desclasificados por Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Washington (UWCHR)- arrojó luz en las investigaciones: el gobierno estadounidense sabía de las atrocidades que se estaban cometiendo en la zona durante el octubre de 1981 y, aun así, no dejó de financiar la Fuerza Armada salvadoreña, envió más ayudas económicas.
El 28 diciembre del año pasado, los sobrevivientes de la masacre de La Quesera han conmemorado a sus familiares con renovada esperanza: los documentos desclasificados son un paso fundamental hacia el esclarecimiento y contribuyen a restaurar la dignidad de quienes sufrieron.
Sin embargo, a un año de las evidencias presentadas por la desclasificación de los documentos, 35 años después de la masacre, y con una ley ahora ya inconstitucional, la justicia salvadoreña sigue sin indagar los autores materiales e intelectuales de la masacre de La Quesera.
* * *
Mientras cuenta su historia, Marta Arias mantiene una seriedad que asombra; tal vez sea por eso que las raras veces que se le escapa una sonrisa es como si una belleza antigua despertara en su boca. Ella, también, ha aprendido a recordar en voz alta. Eso le ha tomado tiempo y valor.
En los meses que vivió desplazada se negaba a hablar de lo que había vivido. También se negaba a decir su nombre a la gente que no conocía. Fue un tiempo de hambre y de silencios.
Ahora encuentra en la memoria un detalle que la hace sonreír, una broma con una amiga que la ayudó a empezar de nuevo con un pequeño comercio de dulces. Es un destello de ironía que alumbra la época en que tuvo que aguantar sin dinero y con un único vestido con que taparse.
El recuerdo del vestido –aquel vestido de boca cuadrada que lavó en su propia piel una y otra vez–, le regresa de golpe su tono serio. Me dice, seca, que en cuanto pudo se deshizo de él: lo quemó. En aquel momento, el olvido le servía todavía como un alivio.
Cuando llegó el ejército, Marta ya estaba de luto. No había terminado de rezar los cuarenta días por la muerte de su abuelo asesinado por los soldados, cuando debió huir. En la fuga se toparon con cúmulos de cadáveres; cerca de una poza donde acostumbraban ir a lavar lo que quedaba de la gente eran carbones de distintas dimensiones.
Decenas de personas se ahogaron tratando de huir a través del río Lempa: muchos cuerpos emergieron de nuevo con el rostro desecho. El color de la ropa se volvió un detalle fundamental para identificarlos: blusas y pantalones hablaron por narices, ojos, cicatrices. Cuando queda prohibido enterrar, la intemperie y los animales no esperan: corroen, digieren, y las personas se destiñen con rapidez.
Mientras habla, sus nietos se arremolinan alrededor de ella. “Así, ve, niños como de la edad de ella o recién nacidos, así los ensartaban en las varas de bambú que labraban como estacas. Luego los tiraban a los charrales”. Niños y niñas fueron los que más murieron en la masacre de La Quesera; otros fueron secuestrados y terminaron engrosando las cifras de la niñez desaparecida del país.
Le pregunto a Marta Arias qué se podría hacer para obtener un poco de justicia: “que a los asesinos se les meta en cárceles, pero de las de a de veras, no las que son para la gente que tiene el billete, no: las comunes y corrientes. Aquellas en donde se sufre y se comen puros frijoles. Quizás ahí pagarían un poquito del sufrimiento porque no fueron pollos los que murieron en aquella masacre: fueron personas”.

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