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viernes, 8 de diciembre de 2017

Trump: el daño para Israel


La Jornada



Tras la formalización, el miércoles pasado, del anuncio de que Washington trasladará su representación diplomática de Tel Aviv a Jerusalén, en lo que constituye un reconocimiento a la violenta e ilegal anexión de esa ciudad por parte del régimen israelí, se multiplican las protestas en la Palestina ocupada –de la que forma parte la porción oriental de la jerosolimitana– y el movimiento islamista Hamas, que controla la franja de Gaza, llamó a la población palestina a emprender una nueva intifada, en referencia a los movimientos de resistencia desarmados que tuvieron lugar en Gaza, Cisjordania y Al Qods –que es el nombre en árabe de Jerusalén– a finales del siglo pasado.

Asimismo, continuaron los reclamos en contra del gobierno estadunidense, y no sólo por parte de sociedades y gobiernos en numerosos países árabes y predominantemente islámicos. La decisión asumida por Donald Trump es ofensiva para los primeros –musulmanes y cristianos– y para los segundos, habida cuenta de que el suelo jerosolimitano es considerado sagrado por igual para los judíos, para el islam y para la cristiandad, y resulta un agravio para toda la comunidad internacional, en la medida en que pretende legitimar una ocupación contraria al derecho y a varias resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas.

Significativamente, aliados europeos fundamentales para Washington, como el presidente francés, Emmanuel Macron; la canciller alemana, Angela Merkel, y la primera ministra británica, Theresa May, criticaron la decisión de Trump. Para los regímenes regionales que han mantenido estrecha cercanía con Washington, como los de Arabia Saudita, Turquía, Jordania y Marruecos, el traslado de la sede diplomático estadunidense es un factor de extremada incomodidad, por cuanto se ven atrapados entre las airadas reacciones de sus propias sociedades y su proverbial fidelidad a la Casa Blanca.

Paradójicamente, el reconocimiento de Jerusalén como capital del Estado hebreo no es buena tampoco para Israel, por cuanto el agravio obligará a los gobiernos árabes a respaldar –así sea en términos diplomáticos– la causa palestina y a estrechar filas ante el régimen de Tel Aviv. Aunque el primer ministro israelí, Bejamin Netanyahu, haya recibido el gesto de Trump con frases grandilocuentes de agradecimiento –dijo que el republicano se ha vinculado para siempre a la historia de la ciudad– la determinación tendrá consecuencias que degradarán de manera inevitable la seguridad de la sociedad israelí y la posición del país, rodeado por naciones árabes y predominantemente musulmanas; los grupos islamistas se radicalizarán y desplazarán a los sectores moderados, los cuales han visto coronado su fracaso después de más de tres décadas de intentos de negociación que han terminado invariablemente en masacres de palestinos por parte de las fuerzas armadas de Israel.

Igualmente contraproducentes, el traslado de la embajada y el reconocimiento implícito a la pretensión israelí de convertir Jerusalén su capital eterna e indivisible, ya que puede tener efectos devastadores en el empeño del propio gobierno estadunidense de comandar a los distintos gobiernos interesados en derrotar a ese confuso y difuso enemigo caracterizado como terrorismo islámico.

A lo que puede verse, es muy posible que tanto Israel como Estados Unidos deban pagar un precio altísimo por lo que no es, en el fondo, sino la más reciente huida hacia adelante y el último recurso de distracción ideado por Trump para eludir su angustiosa circunstancia política interna.

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